Vigilia de Pentecostés, 30 de mayo de 1998

 
 


 
 

«De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo». (Hechos de los Apóstoles, 2, 2-3).

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles nos introducen en el corazón del evento de Pentecostés, nos presentan a los discípulos que, reunidos con María en el Cenáculo, reciben el don del Espíritu Santo. Se realiza así la promesa de Jesús y se inicia el tiempo de la Iglesia. Desde ese momento, el viento del Espíritu Santo llevará a los discípulos de Cristo hasta los confines de la tierra. Los llevará hasta el martirio por el intrépido testimonio del Evangelio.

Esto, que sucedió en Jerusalén hace ya dos mil años, es como si esta tarde se renovara en esta Plaza, centro del mundo cristiano. Como entonces los Apóstoles, también nosotros nos encontramos reunidos en un gran cenáculo de Pentecostés, anhelando la efusión del Espíritu Santo. Aquí queremos profesar con toda la Iglesia que
"uno sólo es el Espíritu, uno sólo el Señor, uno sólo es Dios, que obra todo en todos" (1Cor. 12, 4-6). Éste es el clima que queremos revivir implorando los dones del Espíritu Santo para cada uno de nosotros y para todo el pueblo de los bautizados.

2. Saludo y agradezco al Cardenal Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, por las palabras que han querido dirigirme, también a nombre de ustedes, al inicio de este Encuentro. Con él, saludo también a los cardenales y obispos presentes. Dirijo un particular agradecimiento a Chiara Lubich., Kiko Argüello, Jean Vanier, Mons. Luigi Giussani, por sus conmovedores testimonios. Junto a ellos, saludo a los fundadores y responsables de las nuevas comunidades y de los movimientos aquí representados. Quiero dirigirme a cada uno de ustedes, hermanos y hermanas, pertenecientes a los distintos movimientos eclesiales. Ustedes han acogido con prontitud y entusiasmo la invitación que os he dirigí en Pentecostés del 1996, y se han preparado cuidadosamente bajo la guía del Pontificio Consejo para los Laicos, por este extraordinario encuentro, que nos proyecta hacia el gran Jubileo del 2000.

El de hoy es verdaderamente un evento inédito: por primera vez los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales se encuentran todos juntos, con el Papa. 

Es el gran "testimonio común" anunciado por mí para el año en que, en el camino de la Iglesia hacia el gran jubileo, ha sido dedicado al Espíritu Santo. ¡El Espíritu Santo está aquí con nosotros!

Es Él el alma de este admirable acontecimiento de comunión eclesial.
"Éste es el día en que actuó el Señor: alegrémonos y exultemos".

3. En Jerusalén, hace casi dos mil años atrás, el día de Pentecostés, delante de una multitud estupefacta y burlona por el cambio inexplicable notado en los apóstoles, Pedro proclama con coraje: "Jesús de Nazaret, un hombre acreditado por Dios entre ustedes... ustedes lo han clavado en la cruz por manos de los impíos y lo han matado. Pero Dios lo ha resucitado" (Hechos 2, 22-24). En las palabras de Pedro se manifiesta la autoconciencia de la Iglesia, fundada sobre la certeza de que Cristo está vivo, obra en el presente y cambia la vida.

El Espíritu Santo, ya operante en la creación y en la Antigua Alianza, se revela en la Encarnación y en la Pascua del Hijo de Dios, y casi "estalla" en Pentecostés para prolongar en el tiempo y en el espacio la misión de Cristo Señor. El Espíritu constituye así la Iglesia como flujo de vida nueva, que fluye dentro de la historia de los hombres.

4. A la Iglesia que, según los Padres, es el lugar "donde florece el Espíritu" (CCC 749), el Consolador ha donado recientemente con el Concilio Vaticano II un renovado Pentecostés, suscitando un dinamismo nuevo e imprevisto. Siempre, cuando interviene el Espíritu produce estupefacción, suscita eventos cuya novedad asombra, cambia radicalmente las personas y la historia. Ésta ha sido la experiencia inolvidable del Concilio ecuménico Vaticano II, durante el cual, bajo la guía del mismo Espíritu, la Iglesia ha redescubierto, como constitutiva de sí misma, la dimensión carismática:

"el Espíritu no se limita a santificar y a guiar al Pueblo de Dios por medio de los sacramentos y de los ministerios y adornarlo de virtudes, sino
"distribuyendo a cada uno los propios dones como le place a Él" (1Cor 12, 11), distribuye entre los fieles de todo orden gracias especiales... útiles para la renovación y la mayor expansión de la Iglesia" (LG, 12).

El aspecto institucional y carismático son casi coesenciales en la constitución de la Iglesia y concurren, aunque de modo diverso, en su vida, para su renovación y santificación del Pueblo de Dios. Es de este providencial redescubrimiento de la dimensión carismática de la Iglesia, que antes y después del Concilio, se ha afirmado una singular línea de desarrollo de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades.
5. Hoy, la Iglesia se alegra por el renovado verificarse de las palabras del profeta Joel, que poco antes hemos escuchado: "Infundiré mi Espíritu Santo sobre cada persona..." (Hechos 2, 17). Ustedes aquí presentes son la prueba tangible de esa efusión del Espíritu. Cada movimiento difiere del otro, pero todos están unidos en la misma comunión y en la misma misión.

Algunos carismas suscitados por el Espíritu irrumpen como viento impetuoso que aferra y arrastra a las personas hacia nuevos caminos de entusiasmo misionero al servicio radical del Evangelio,

proclamando sin cesar las verdades de la fe, acogiendo como don el flujo vivo de la tradición y suscitando en cada uno el ardiente deseo de la santidad. Hoy a todos ustedes reunidos en la Plaza San Pedro y a todos los cristianos les quiero gritar: ¡Ábranse con docilidad a los dones del Espíritu! ¡Acojan con gratitud los carismas que el Espíritu no cesa de despertar! ¡No olviden que cada carisma está dado para el bien común, esto es, para el beneficio de toda la Iglesia!

 


6.Por su naturaleza, los carismas son comunicativos, y hacen nacer aquella "afinidad espiritual entre las personas" (cf. Christifideles laici, 24) y aquella amistad en Cristo que da origen a los "movimientos". El paso del carisma originario al movimiento ocurre por el misterioso atractivo que el fundador ejerce sobre cuantos se dejan involucrar en su experiencia espiritual. De tal modo, los movimientos reconocidos oficialmente por la autoridad eclesiástica se proponen como forma de autorealización y reflejos de la única Iglesia. Su nacimiento y su difusión han traído a la vida de la Iglesia una inesperada novedad, a veces incluso de alguna manera desgarradora. Esto no ha dejado de suscitar interrogantes, sinsabores y tensiones, algunas veces ha comportado presunciones e intemperancias, de un lado; y no pocos prejuicios y reservas, del otro. Ha sido un período de prueba para su fidelidad, una ocasión importante para verificar la genuinidad de sus carismas.

Hoy, ante ustedes, se abre una etapa nueva: aquella de la madurez eclesial. Esto no significa que todos los problemas hayan sido resueltos. Es, más que nada, un desafío, un camino por recorrer. La Iglesia espera de ustedes frutos "maduros" de comunión y de compromiso.

7. En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de tantos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se advierte entonces con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conocedoras de su propia identidad bautismal, de su propia vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y he aquí ahora, los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Ellos son una respuesta suscitada por el Espíritu Santo a este dramático desafío del fin del milenio. ¡Ellos son, ustedes son, la respuesta providencial!

Los verdaderos carismas no pueden sino tender al encuentro con Cristo en el Sacramento. Las realidades eclesiales a las que ustedes se adhieren los han ayudado a redescubrir su vocación bautismal, a valorar los dones del Espíritu recibidos en la Confirmación, a confiar en la misericordia de Dios en el Sacramento de la Reconciliación y, sobre todo, a reconocer en la Eucaristía la fuente y el culmen de toda la vida cristiana.

Como precisamente gracias a esta fuerte experiencia eclesial han nacido espléndidas familias cristianas abiertas a la vida, verdaderas iglesias domésticas, han surgido muchas vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida religiosa, así como nuevas formas de vida laical inspiradas en los consejos evangélicos. En los movimientos, en las nuevas comunidades, habéis asumido que la fe no es un discurso abstracto ni un vago sentimiento religioso sino vida nueva en Cristo suscitada por el Espíritu Santo.

8. ¿Cómo custodiar y garantizar la autenticidad del carisma? Es fundamental al respecto que cada movimiento se someta al discernimiento de la autoridad eclesiástica competente. Por esto, ningún carisma se dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. Con claras palabras el Concilio escribe: "El juicio sobre su (de los carismas) genuinidad y su ejercicio ordenado pertenece a quienes presiden en la Iglesia, a los cuales corresponde especialmente no extinguir el Espíritu, pero examinar todo y retener aquello que es bueno (cf. 1Tes 5, 12; 19, 21)" (Lumen Gentium 12).

Ésta es la necesaria garantía de que el camino que recorréis es el justo. En la confusión que reina en el mundo de hoy es tan fácil errar, ceder a las ilusiones. En la formación cristiana cuidada por los movimientos no falte jamás el elemento de esta fiel obediencia a los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Sucesor de Pedro. Conocéis los criterios de eclesialidad de las formas laicales presentes en la exhortación apostólica Christifideles Laici (cf. n. 30). Os pido que os adheráis con generosidad y humildad insertando vuestras experiencias en las iglesias locales, en las parroquias y siempre permaneciendo en comunión con los pastores y atentos a sus indicaciones.

9. Jesús ha dicho:
"He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo quisiera que estuviera ya ardiendo", mientras la Iglesia se prepara a atravesar el umbral del tercer milenio acojamos la invitación del Señor, para que su fuego se encienda en nuestro corazón y en el de los hermanos.

Hoy, en este cenáculo de la Plaza San Pedro, se alza una gran oración: "¡Ven Espíritu Santo, ven y renueva la faz de la tierra, ven con tus siete dones! ¡Ven Espíritu Santo de Vida, Espíritu Santo de Verdad, Espíritu Santo de Comunión y de Amor! ¡La Iglesia y el mundo tienen necesidad de ti, ven Espíritu Santo, y haz siempre más fecundos los carismas que has hecho surgir! ¡Dona nueva fuerza e impulso misionero a estos tus hijos e hijas aquí reunidos, ensancha su corazón, reaviva su compromiso cristiano, hazlos valientes mensajeros del evangelio, testigos de Cristo resucitado, Redentor y Salvador del hombre! ¡Refuerza su amor y su fidelidad a la Iglesia!

A María, Madre de Jesús y Esposa del Espíritu Santo, Madre de los apóstoles, que los acompañó en Pentecostés, dirigimos nuestras miradas para que nos ayude a aprender de su «fiat» la docilidad al Espíritu. Hoy desde esta Plaza Jesucristo repite a cada uno de ustedes:
"Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc. 16, 15). ¡Él cuenta con cada uno de ustedes. La Iglesia cuenta con ustedes! El Señor os aseguró: "¡yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo!" (Mt 28, 10). Amén.

Juan Pablo II

 
 
     
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